Está ya más que demostrado que los problemas con el alcohol no dependen de la cantidad ni la frecuencia de consumo, sino con el organismo de cada persona. Yo represento uno de esos casos de consumo esporádico y reducido en los que el alcohol entra por el trago largo y vehemente y desde el primer buche se pierde la noción de la ingesta.

  • ¡Pero si no has bebido tanto! Yo he bebido tres veces más que tú.

O

  • ¡Si no has llegado a la copa larga!, ¿como estás tan mareada?

Es lo que he escuchado cada vez que he terminado como una auténtica piltrafa. La verdad es que no me he dejado mucho dinero en la barra de los bares, ni le he podido echar la culpa al hielo… Pero la ingesta de alcohol me llevó a los episodios más desagradables de mi vida, porque yo soy de esas personas que tradicionalmente se dice que tienen “mal beber” o, según leo en esta página, han sido denominadas recientemente como bebedores “Mr. Hyde”.

Ya conocía ese perfil wildiano. Conviví con él vi desde niña en las personas de mi abuelo y mi tío durante los momentos del año más señalados, cuando el alcohol va de la mano de la palabra ¡SALUD! conformando el maridaje perfecto del brindis de la fraternidad y los mejores deseos. Pero lejos de traernos salud, salíamos todos escaldados de las celebraciones familiares. El alcohol entraba en ellos y los iba transformando visible y rápidamente, mutando, primero en los reyes de la fiesta (agasajadores, graciosos, ocurrentes) y a renglón seguido, cuando las copas ya eran de más, en seres atroces capaces de chafar la dicha a los más cercanos y queridos. Provocadores y bronquistas, arrasaban a la par o individualmente con la paciencia y la templanza del resto. El monstruo daba la cara por la agresividad verbal y la ira, ambas incontrolables.

Heredé ese gen o condición, el del “mal beber”, que con los años se fue acentuando hasta culminar en episodios que causaron desdichas irrecuperables. Nada en la vida sale gratis y la comprensión es una virtud muy poco entrenada. Pero basta con la comprensión de una misma, que empieza por el reconocimiento del problema y el deseo de no incurrir en más faltas.

Me prohibieron la entrada de la que fue mi caseta de feria durante muchos años socios y socias de nueva hornada que apenas me conocían. Una fatídica noche me bastó unos cuantos rebujitos y un desaire (muy significativo e hiriente, también hay que decirlo) para liarme a descolgar cuadros de las paredes y estrellarlos en el tablao. Ya sabemos que la Feria de Sevilla es el Mundo de las Apariencias. Pero ya había destrozado con anterioridad un grupo whatsapp donde gozaba de la consideración y la admiración, porque le dije lo peor y más grande a un compañero con unas cervezas puestas y una mala interpretación de un mensaje. El más mínimo contratiempo puede desencadenar la demolición de relaciones, y según tenga uno el día, si no hay contratiempo, se busca o se provoca bajo los efectos de la mínima dosis de alcohol.

El dolor, el arrepentimiento, la vergüenza, son las secuelas más inmediatas. Pero hay que reconstruir la destrucción del tsunami que has causado empezando por los cimientos propios: el reconocimiento del problema y la firme voluntad de no causar nunca más un estropicio. Porque mis episodios se quedaron en la pérdida social, pero entiendo que el alcohol esté detrás de la violencia más desgarradora, porque el monstruo tiene una fuerza arrasadora. En Las Bacantes, la tragedia de Eurípides, Dioniso inspira canibalismo y parricidio, y en los periódicos han contado tragedias innumerables.

No, no me gusta el perfil del personaje que nos asignan estos estudiosos del alcoholismo: Mr. Hyde. Porque no es un trastorno de la personalidad (creo). Es una consecuencia de la sustancia, de agentes neuronales y bioquímicos tipificados y los individuos que administramos así de mal la sustancia somos los responsables de nuestros actos. Y el primer acto es el del primer buche. Genética, personalidad, carácter y potencia física bañados con alcohol son un coctel molotov que se acciona desde el primer trago y depende enteramente de nosotros.

Es curioso. Paradójico. No podríamos entender la Historia del Arte Universal sin el vino. Y en muchísimos casos, la historia de uno mismo. El don y el estigma del alcohol nos acompañan desde la Antigua Grecia donde ya sus efectos eran objeto de polémica y debate entre los bebedores de agua (hidropotay) y los bebedores de vino (oinopotai). Desde el Olimpo de los Dioses grecorromanos hasta el altar cristiano, el vino ha gozado del don divino de la creatividad y la felicidad compartida al tiempo que ha padecido el repudio y la prohibición.

Creo que no hay otro elemento que haya dado para tantas loas y desprecios vagando entre el misticismo, el mito y la divinidad. Pero estamos donde estamos, afortunadamente, y yo me quedo con lo que la Ciencia, la Neurociencia y la Psicología nos sirven en copas de sabiduría para ejercitar individual y colectivamente la felicidad. Hasta que inventen la vacuna del “mal beber”. Pues eso… Coca-Cola y 0´0.

No obstante, y ya que están ahí, disfrutaré con esas creaciones artísticas hijas de las musas del alcohol que nos han dejado los del “buen beber”. Porque admito y reconozco, que si a mí con el alcohol me invadiera la inspiración, la brillantez de las ideas y el virtuosismo artístico, bien valdrían esas copas que restan vida de años a cambio de la inmortalidad. Pero a mí las alcohólicas musas solo me han traído dolores de cabeza…

Para mi amigo Félix Reina, ROD.